Una profesora de lengua castellana me refirió el siguiente episodio:
Había planeado ver una película con un curso de cuarto año de profesorado. Por algún motivo las clases se habían suspendido y el curso decidió, junto con la profesora, llegarse hasta la casa de una alumna para poder así ver la película que, de otro modo, quedaría pendiente. Una vez en la casa de la alumna sus compañeros comenzaron a repartirse las tareas: “Yo pongo la peli.” “Yo pongo la pava.” “Yo cebo el mate.” “Yo sirvo los bizcochitos.”
La profesora relataba el episodio con desconcierto: “¿Cómo se supone que puedan apreciar una película de Woody Allen si están interrumpiendo con el mate, las galletitas y la charla?” se preguntaba.
Desconozco si llegó a hacerles saber su posición. Pero es muy probable que, de haber hecho, las alumnas se hubiesen encontrado en la misma situación de desconcierto: “¿Cómo pretende esta mujer que veamos una película quietos y en silencio? ¿Y a quién le puede molestar que tomemos mate? Después de todo, este tipo de anteojitos es bastante plomo,” podría haber sido su respuesta.
Dos ámbitos de visualización
Entiendo este problema como un conflicto entre dos ámbitos de visualización originalmente diferenciados que hoy tienden a superponerse: el ámbito de la visualización cinematográfica y el ámbito de la visualización televisiva. La visualización cinematográfica inscribe la experiencia de ver películas en el marco de una sala de cine, lo que implica el ingreso en un espacio público y ajeno, un espacio en que la oscuridad y el silencio fomentan la desconexión del espectador con la realidad circundante y su inmersión en el mundo de la pantalla, lo cual supone a su vez una actitud contemplativa que se ve allanada por la continuidad audiovisual ininterrumpida.
En cambio, la visualización televisiva se inscribe en un espacio completamente opuesto. La experiencia televisiva tiene lugar en el hogar (en la cocina, el comedor, la habitación), en un espacio que es íntimo y propio, y donde la visualización se articula y se interfiere con otras actividades (cocinar, comer, estar con amigos o en familia). En este ámbito, la norma es la distracción, ya sea por la realización de otras tareas simultáneas a la visualización o por la comunicación con otras personas. En este contexto, el disfrute no se encuentra dado principalmente por la experiencia audiovisual, como sucede en el cine, sino que se imbrica y superpone con las otras experiencias sociales y hogareñas. De hecho, es muy común que el contenido televisivo sea menos importante para el espectador que el contenido social que acompaña la visualización. En innumerables ocasiones se ve televisión sin que la visualización constituya el centro de interés del espectador. Cuando se va al cine, en cambio, en la mayoría de los casos –y aún cuando la experiencia social pueda adquirir relevancia, e incluso justificar la salida al cine-, dentro de la sala de cine se está, ante todo, viendo cine, y lo social, aunque nunca desaparezca, queda relegado.
A esto podría sumarse la singularidad que suele acompañar a la experiencia cinematográfica, resultado de la frecuencia usualmente irregular con la cual uno se convierte en espectador de cine. Para la mayoría de la gente, ir al cine constituye en sí un acto con significatividad propia, asociado a salidas nocturnas -en pareja o con amigos-, a viajes hasta las salas de cine, e incluso a almuerzos o cenas que complementan la experiencia cinematográfica. En cambio, la experiencia televisiva suele carecer de toda singularidad. La televisión es un hecho más dentro de la rutina diaria de las personas, y como tal, no revierte ningún carácter particular. Ver televisión raramente se instituye como un ‘momento’ individualizado en nuestras vidas. Ver televisión es algo que ocurre de modo habitual, recurrente, a veces sin que uno se detenga a pensarlo, y sin que percibamos cada visualización como un hecho particular. Éste raramente es el caso en una sala de cine, aún para el cinéfilo rutinario y acostumbrado. El solo abonar una entrada, el ingresar en una sala en penumbras y aguardar a que las luces se apaguen por completo para que la proyección dé comienzo otorgan a la experiencia cinematográfica un carácter de acontecimiento, de momento singular.
Por último, los contenidos televisivos no parecieran diseñados para la contemplación. La televisión se ve, muchas veces, de pasada. En ocasiones tan sólo se la oye mientras se realizan otras actividades. En realidad, no puede haber contemplación porque no hay detenimiento. La vida de la audiencia televisiva continúa mientras ésta mira televisión. Esta es una clara diferencia con el cine, donde la vida se interrumpe y el espectador ingresa en una suerte de paréntesis en el cual el poder de la pantalla lo abstrae de la realidad [1]. La misma estructura de los contenidos televisivos da cuenta de esto. Los programas televisivos –aún cuando de películas se trate- son naturalmente interrumpidos por pausas publicitarias, que muchas veces cumplen la complementaria función de conceder al espectador una mayor conexión con la realidad circundante (levantarse, ir al baño, hacer una llamada telefónica, etc.).
El videocasete y la entrada del cine en el ámbito televisivo
Podría decirse que es a partir de la introducción del videocasete que el ámbito de la visualización cinematográfica y el de la visualización televisiva entran en conflicto[2]. En realidad, con la introducción del videocasete en el hogar, el objeto de la visualización cinematográfica (la película como unidad, sin cortes y sin un marco de contenidos televisivos) se traslada al ámbito de la visualización televisiva, al hogar, con todo lo que esto trae aparejado. En una primera etapa, cuando la videocasetera es todavía una novedad, sentarse a ver una película en el living o en el comedor todavía representa un acontecimiento, un momento de detenimiento (en el cual en general participa toda la familia o el grupo de amigos). Sin embargo, a medida que la videocasetera se convierte en un mueble más, la pausa y el rebovinado se instituyen como elementos constitutivos de la experiencia de cine en el hogar, y la lógica de visualización cinematográfica comienza a ser transformada y absorbida por la lógica televisiva. En la actualidad, incluso, es posible afirmar que en muchos casos –si no en la mayoría- ya ni siquiera la pausa cumple función alguna, y los espectadores suelen levantarse, charlar e interactuar frente al video cinematográfico con la misma naturalidad y despreocupación con la cual lo hacen frente a un programa de televisión. Si algo de la trama se pierde, en lugar de revobinar, se pregunta, y listo.
Entonces, lo que el ámbito televisivo instituye en la relación entre el espectador y la imagen audiovisual es la ‘interrupción,’ entendida ésta como la desconexión entre el espectador y la imagen. La interrupción puede implicar pausas o, como se mencionó antes, acciones simultáneas a la visualización: cebar mate, charlar, comer galletitas. De todas éstas, tal vez la interrupción clave sea la palabra, el comentario, ya que representa un quiebre inevitable de la atención. Uno podría suponerse tomando un puñado de pochochos del centro de la mesa sin que la vista o la atención se desviaran de la pantalla. La pausa, por otra parte, implica una suspensión de la atención, y, en tanto suspensión, aún deja lugar para que la atención sea retomada más adelante. El comentario en cambio, implica una superposición que interrumpe la atención. Cuando se charla o se hace un comentario, aunque sea durante una fracción de segundo, la atención se disipa y la contemplación desaparece.
Es verdad que el ámbito cinematográfico no está exento de estas interrupciones, pero la diferencia radica en que, en el ámbito televisivo, estas interrupciones aparecen como la norma. No sólo están permitidas, sino que parecieran esperarse. ¿Quién no ha escuchado, mientras se veía una película entre amigos, el comentario: “Che, están todos muy callados”? Este comentario es impensable en el entorno de una sala de cine, donde la norma es el silencio, y el chistido la respuesta a cualquier murmullo molesto.
El ámbito de la visualización televisiva ingresa en la televisión
Lo señalado hasta aquí podría ser esgrimido como respuesta al planteo de la profesora de lengua de la anécdota inicial. Sin embargo, conviene no dejar de lado ciertas características propias de la televisión argentina actual que parecen otorgar a esta lógica de la interrupción más legitimidad que nunca.|
Hasta hace unos años, la interrupción como comentario seguía siendo una atribución propia del ámbito televisivo, pero no del contenido televisivo. Tradicionalmente, cuando un locutor presentaba algo digno de ser visto, y él mismo se convertía en espectador (de un show musical, de un acontecimiento periodístico, de una cámara oculta), se cuidaba de no interrumpir con su propio comentario. Es decir, que el comentario, la interrupción y la superposición verbal sobre el contenido audiovisual estaban permitidos en el ámbito del hogar, pero no dentro del estudio televisivo. Hacer comentarios sobre la voz de una cantante o los pasos de un bailarín hubiese sido considerado una falta de respeto, tanto a aquél que cantaba o bailaba, como a la audiencia televisiva.
En la actualidad -en la televisión argentina por lo menos-, estos reparos han ido quedando obsoletos. La interrupción, aquello que era propio de la intimidad del ámbito de visualización del hogar, se ha trasladado adentro de la pantalla misma. Los locutores presentan números musicales, acróbatas, cámaras ocultas, sketches y hasta dramatizaciones, a los cuales interrumpen con sus propios comentarios subjetivos de espectador ansioso, egoísta y verborrágico. Los programas de Tinelli fueron fundantes en esta nueva tradición que vuelve al estudio de televisión en un living de hogar en el cual conductores y panelistas comentan e interrumpen aquello que se presenta a la audiencia[3] del mismo modo que la gente en sus casas interrumpía aquello que la televisión les proponía[4]. De este modo, no sólo la lógica del ámbito televisivo invade otros tipos de visualización, sino que la televisión misma –por lo menos en sus programas más populares- se convierte en un modelo de visualización caracterizado por la interrupción y el comentario, es decir, por la pérdida de la contemplación como clave de la experiencia de espectador.
La cadena de transformaciones y fusiones (la visualización cinematográfica que se transforma por efecto de la lógica de visualización televisiva, que a su vez acaba siendo integrada al propio contenido televisivo) concluye en un inevitable círculo vicioso: el poder formativo de la televisión es tal que, una vez que ella instituye la interrupción como parte de su propia lógica, ésta se extiende y penetra como modelo de visualización aún en aquellos hogares en los que la contemplación todavía parecía dominar. Podría decirse, en fin, que la televisión de la actualidad educa espectadores en un hábito de visualización caracterizado por la interrupción y el comentario.
“¿Cómo se supone que puedan apreciar una película de Woody Allen si están interrumpiendo con el mate, las galletitas y la charla?” se preguntaba la profesora de lengua de la anécdota. Tal vez ya no haya más apreciación posible, o ésta sólo sea posible en condiciones extraordinarias. La causa ha de buscarse en lo que el ámbito televisivo ha hecho del cine y de la experiencia de contemplación audiovisual, este ámbito televisivo, que se encuentra caracterizado por la interrupción y que halla refuerzo en los hábitos de visualización que se proponen desde la pantalla misma, y que, para bien o para mal, nos condiciona a todos los que vemos cine en el hogar, con la familia alrededor, y un control remoto en la mano.
[2] Si bien la televisión siempre se ocupó de transmitir cine, el cine en televisión se acomodaba a los límites propios de todo contenido televisivo: transmisión única y cortes publicitarios. El videocasete representa, en primera instancia, una liberación de estas restricciones y una mayor aproximación a la experiencia de la sala de cine.
[3] Esto pareciera ser así hasta el punto de verme tentado a referirme a esta forma de relación con el contenido televisivo -desde la televisión- como ‘efecto Videomatch.’ Aunque no sea más que mera conjetura, se me ocurren dos posible explicaciones para que la interrupción haya comenzado imponiéndose en los programas de Tinelli: ya porque el conductor logró identificarse y transformarse en un televidente más, asimilando acciones y hábitos propios de la visualización hogareña, ya porque poco a poco lo que se mostraba comenzó a ser menos importante que la persona misma que lo presentaba, y su comentario se volvió una forma de legitimar y reafirmar la relevancia de los contenidos del programa.
[4] Como antecedente a la interrupción aquí planteada se me ocurren las risas grabadas características de la mayoría de los programas humorísticos, las cuales suponían ya una presencia explícita del espectador en el estudio; aunque su origen se deba más al remanente de la audiencia teatral incorporada en muchos programas transmitidos en vivo antes que a la incorporación de un tipo de audiencia propiamente televisiva.
2 comentarios:
El comentario es my interesante. Cierta vez, cuando cursaba en segundo año la materia de Psicología, la Profesora hizo un comentario interesantísimo con respecto a la televisión y algunos modismos que ésta incorpora como ciertas interrupciones quijotezcas de miembros de algún panel que se presta para tal fin, de los mismos conductores televisivos, o de algunos locutores de radio. Dichas interrupciones, hechas intencionadamente o nó, favorecen, según esta Psicóloga, a un fenómeno de estupidización masiva o colectiva que a alguien le debe interesar que suceda, por lo que la televisión es de vasto alcance. De ésta manera, se pueden apreciar éstos programas televisivos dónde la norma parece ser interrumpir el comentario de alguna persona con breves sonidos grotescos como muescas, sonidos de animales,gestos innecesarios o payasescos, y hasta malas palabras, que ni siquiera en el ámbito cotidiano de la calle se suelen pronunciar y que son pegadizas para el televidente ya que las incorpora a su bagaje de lenguaje cotidiano y las termina naturalizando. Por eso cuando alguien afirma que la televisión es educativa en algún grado, y que de hecho lo debe ser en un ínfimo sentido, siempre recuerdo éste comentario de aquella inteligentisima Profesora de Psicologa.
No quedan dudas de que la televisión educa. Ahora bien, en qué tipo de valores educa, eso es otra cosa. Pero aún esto es justificable. No hay que perder de vista que lo que sostiene a la televisión es la inversión en publicidad. De modo que la ecuación se reducirá siempre a mantener el mayor número de gente frente a la mayor cantidad de avisos. No sorprende entonces cómo incluso la pauta publicitaria se fue colando dentro de la programación misma, y ahora la publicidad no sólo interfieren en el segmento de los comerciales sino que interrumpe al programa en sí mismo. De aquí que hoy en día, en cualquier programa 'especializado,' discutir hacerca de éxito televisivo no es discutir acerca de calidad de contenido, sino acerca de rating.
Un saludo.
Publicar un comentario