jueves, 31 de diciembre de 2009

Los discursos miopes de la Iglesia


L
os casos de abuso sexual por parte de autoridades eclesiásticas que han trascendido en los últimos años no hacen sino echar más luz sobre las irrefutables limitaciones de la Iglesia en tanto institución representativa o jueza de las conductas sociales [1].

Esto va acompañado por el hecho de que se ha vuelto cada vez un lugar más común oír diatribas políticas durante las homilías, lo cual no representaría un hecho indeseable en sí mismo si no fuera porque los mismos sacerdotes que pretenden saberse capaces de transformar la injusta realidad social son incapaces de juicios críticos sobre las injusticias y contradicciones de la institución que representan. Uno puede suponer que esta incapacidad se debe en algún punto (o en algunos casos por lo menos) a que la institución eclesiástica no da lugar a críticas y suele castigar a sus miembros rebeldes. Sin embargo, esta miopía crítica que impide cuestionar y atacar las decisiones de la Iglesia deja sin efecto cualquier otro juicio de alcance social, ya sea justo o no. Porque si la política es corrupta, la Iglesia no lo es menos.

Llama verdaderamente la atención entonces oír a un sacerdote cuestionando acciones de gobierno pero mirando a un costado cuando de la corrupción propia se trata. Un claro ejemplo de este tipo de corrupción lo representa la constante protección que la jerarquía eclesiástica suele hacer de los sacerdotes abusadores, más aún cuando estos ostentan algún lugar de poder. Por ejemplo, no se explica que tras un fallo judicial que pruebe la culpabilidad de uno de sus miembros, la institución no se decida a expulsarlo. Menos se explica que la institución no allane el camino de la justicia y proteja a sus miembros acusados o permita que estos muevan sus contactos personales con la finalidad de dilatar los tiempos judiciales. Si la Iglesia fuese una institución verdaderamente comprometida con sus principios declarados, no debería aceptar bajo ningún concepto que sus miembros buscaran evadir la justicia. Y aún cuando uno no creyera en la justicia de los hombres, evitarla es como mínimo un gesto de cobardía difícil de aceptar en alguien que se sabe inocente y acompañado por Dios.


Pero la justicia es tal vez el gran punto débil de la Iglesia. Siendo una institución que lucha por la justicia social y la proclama enfáticamente, resulta muy sugestivo comprobar que históricamente ha solido apoyar las más grandes y descomunales injusticias. No tiene sentido iniciar aquí una larga lista en la cual convivirían inquisiciones, esclavitudes, torturas, guerras y dictaduras. Más cerca nuestro parecen estar los casos de abuso una vez más. Una curiosidad es que la Iglesia no tiene elementos para determinar la realidad de un abuso. Si bien se llevan a cabo investigaciones internas, en pocos casos la Iglesia castiga al abusador antes de que lo haga la justicia humana. Claro que esta limitación institucional para desentrañar verdades tan terrenales puede llegar a poner en cuestión cualquier otra pretensión de verdad y de sabiduría revelada por parte de la Iglesia. Ése sería un tema de numerosas implicancias. Bástenos por ahora dos ejemplo que ponen en evidencia la naturaleza contradictoria y por momentos corrupta de esta institución.

El más prototípico de los ejemplos es el sexo. Aquí se dan dos argumentos en apariencia incompatibles, pero que vistos en profundidad componen una única y compleja realidad. Por un lado, al pretender regular la vida sexual de las personas, la Iglesia se atribuye la regulación de un aspecto de la vida humana que sus propios miembros desconocen. Es decir, si aceptamos que los sacerdotes han asumido votos de castidad, su limitada experiencia en el terreno sexual debería imposibilitarlos de abrir juicios de valor al respecto. Claro que parece una broma sugerir que los sacerdotes desconozcan de sexo, ya que un promedio nada despreciable de ellos tiene o ha tenido sexo, aún después de tomar los hábitos. Este segundo punto no hace sino sumar al argumento anterior, ya que demuestra que los mismos hombres de Dios no son capaces de cumplimentar las leyes que ellos mismos se imponen. Pero lo más lamentable es que al romper sus propias leyes, los religiosos ensucian el acto sexual -que es en sí un acto natural y bello- de deshonestidad, abuso o hipocresía. De hecho, es curioso que en términos generales sean las personas religiosas y no otras las que suelan tiznar su propia sexualidad de perversión e inmoralidad. En definitiva, la Iglesia peca por no saber de lo que habla, o por no obedecer lo que sanciona. Por un camino o por el otro arribamos a un mismo destino que nos muestra a una institución contradictoria, cuando no corrupta.


El segundo ejemplo, en algún punto relacionado con el anterior, es el de la familia. En tiempos de reconfiguración familiar (que no de ‘descomposición’) y de surgimiento de nuevos patrones de familia y de pareja, la Iglesia suele tener también su opinión y su regulación a mano. Pero aquí es posible aplicar los mismos argumentos anteriores. Por un lado, se pretende regular y aconsejar acerca de algo de lo cual no se tiene experiencia vivida. Por el otro, en los muchos casos en que los sacerdotes tienen hijos, estos son escondidos, desconocidos o ignorados. ¿Qué valor puede tener entonces el consejo o el juicio de valor de un hombre que decidió evitar la incomodidad y las dificultades de formar familia, o en caso de haberla formado, la enlutó con mentiras e hipocresía?

Ejemplos no faltan. Están en las noticias, pero también a la vuelta de la esquina para quien tiene contacto directo o indirecto con el ámbito eclesiástico. A veces adquieren la cualidad de fábula o de leyenda, por la montaña de mentiras y las densas sombras con que se tratan de ocultar. Hasta que uno se topa con los testigos directos y las medias palabras adquieren una sustancia irrefutable. ¿Pero de qué nos sirve todo esto en definitiva? El que no cree podrá reafirmar su falta de fe y seguir exigiendo que la Iglesia no posea más peso político del que poseen otras instituciones similares. Y el que sí cree deberá aprender a protestar, a exigir, a cuestionar y a reflexionar críticamente acerca del carácter humano y político de la institución a la que adhiere. A mí, personalmente, me basta con suavizar los discursos miopes de quienes echan luz de frente y se olvidan de enfocarse la propia cara.

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[1] Decidí no incluir links desde este artículo ya que los ejemplos son innumerables y una selección sería limitar la el peso de evidencia que otorga la cantidad. Baste escribir la palabra 'obispo' o 'sacerdote' en el buscador de cualquier diario online para recibir una lista de noticias en la que se da cuenta tanto de la ingerencia de la Iglesia en política como de los casos de abuso y protección institucional, y de las actitudes de la Iglesia en temas sexuales y familiares.