martes, 29 de marzo de 2011

La mentira de la igualdad ante la ley

Lógico malestar trajo el bloqueo que impidió la salida del Clarín dominical. Pero más allá de las lecturas políticas para un lado o para el otro, me quedo –como siempre- con un pequeño detalle de esos que saben esconder mucho sentido. A la mañana siguiente al bloqueo, desde una de las radios del multimedios, el periodista Nelson Castro entrevistó a uno de los delegados sindicales que llevaron a cabo la protesta. Tras oír las razones esgrimidas por el mismo, Castro cerró la charla enfatizando que un método de protesta ilegal como el propuesto quitaba legitimidad a sus reclamos. Es decir, que por más justa que sea la demanda, si no se siguen medios legales, la razón es del demandado. De nada sirvió que el delegado hubiese reiterado que el conflicto con el Grupo Clarín lleva más de seis años (¡seis años!), que la empresa los persiguió y los llevó a la justicia sin razón, que la justicia los sobreseyó y que la empresa no los había reincorporado como correspondía; que el Ministerio de Trabajo había sancionado al Grupo por las irregularidades y que aún así Clarín no había cumplido con la sanción ni les había devuelto la libertad sindical en disputa. “Estamos en un país donde todos somos esclavos de la ley,” se excusó Castro, y con esto pretendió anular los argumentos de su interlocutor y dio por concluida la entrevista.

Cuesta creer que si todos somos esclavos de la ley, Castro no se haya horrorizado con las constantes maniobras de evasión legal del Grupo Clarín. Alguien dirá que no podía escandalizarse con las violaciones de sus propios empleadores. En este caso, prefiero darle a Castro el beneficio de la duda. Prefiero imaginar que su legalismo exacerbado es producto de una fe sincera en las instituciones que garantizan una vida democrática. Desde este punto de vista, sus comentarios no destilarían hipocresía, sino que dejarían al descubierto un mal aún mayor: una visión reduccionista e ingenua sobre la legalidad, que lejos de asistir a la democracia, la limita y la corrompe. Esta visión supone que todos somos realmente iguales ante la ley. Nada más alejado de la realidad. Quienes tienen más poder económico siempre tendrán un mejor y más favorable acceso a la justicia. Esto no supone entender que la justicia es necesariamente corrupta, sino reconocer que los circuitos legales a los que uno puede acceder son siempre más amplios cuanto más poder económico se tenga y mejores abogados se puedan costear. Por eso, pensar que un grupo de delegados puede enfrentar en igualdad de condiciones legales a un multimedios multimillonario como Clarín es de una ingenuidad dramática (por no decir patética). Es que David jamás podrá enfrentar a Goliat mano a mano; por eso la honda, por eso la piedra. 
 

Más aún, el carácter corporativo de una de las partes en pugna también marca un desequilibrio importante. Un punto clave donde la desigualdad señalada se vuelve evidente es en la forma diferencial en que un proceso judicial afecta a individuos reales y a sujetos corporativos. Ante un conflicto legal, las personas reales son presionadas por el tiempo, por las necesidades económicas, por los reclamos familiares, por la vida misma. Seis años de tensiones legales es más de lo que la mayoría de los seres humanos pueden soportar. La vida está de por medio, una vida concreta que es corta y finita. Esto no corre para las corporaciones, a quienes lo mismo da uno que quince años de idas y vueltas judiciales. Para ellos la justicia es una materia que es posible presionar, dilatar y moldear a gusto. Para las personas de carne y hueso, para un obrero por ejemplo, la justicia es una sólida muralla donde se espera encontrar una abertura tan pronto como sea posible. Los seres humanos vivimos y nos morimos, y no siempre podemos esperar a que la justicia deshaga los ovillos que los abogados corporativos se empeñan en enmarañar.
 
Desconocer esto y abogar por una supuesta ‘legalidad a toda costa’ es poner a la justicia del lado de los poderosos, de quienes tienen recursos (dinero, pero también tiempo). Es cierto, los delegados obraron mal al impedir la distribución de un medio de prensa; fueron, además, poco inteligentes desde el punto de vista político, dando excusas para que los victimizadores se victimizaran; pero ¿cuántas otras opciones tenían para hacerse oír e influir en una empresa que viene incumpliendo la ley hace años? Señalar que la protesta deslegitima su reclamo es una injusticia tan grande como la que el Grupo Clarín ejerce contra ellos. Son ellos la parte débil, son ellos quienes deberían ser escuchados, comprendidos, acompañados. Nelson Castro –y quienes lo imitan- deberían comprender que la legalidad no es una bota que calza a todos por igual, sino que calza siempre mejor a quien tiene poder. Desconocer esto es no advertir que, aunque duela reconocerlo, una de las realidades fundamentales de los sistemas democráticos capitalistas es que no todos somos iguales ante la ley.  

martes, 22 de marzo de 2011

Pensamientos usurpados 18: Qué hace la escuela por los pobres

Ni en Norteamérica ni en América Latina logran los pobres igualdad a partir de escuelas obligatorias. Pero en ambas partes la sola existencia de la escuela desanima al pobre y le invalida para asir el control de su propio aprendizaje. [Ivan Illich, La sociedad desescolarizada]


lunes, 21 de marzo de 2011

Palabras 4: La escuela que retiene no incluye


Dos semanas atrás se inició el año lectivo en la provincia. En uno de los actos de apertura que presencié, una mujer a quien desconocía y que había sido introducida como “la máxima autoridad educativa,” dejó al pasar una consideración que curiosamente develaba un discurso que hace tiempo vengo criticando. Al referirse a la escuela ideal, esta máxima autoridad soltó con máxima despreocupación que lo que necesitamos es una escuela “que no excluya sino que incluya; que retenga a los alumnos que ya están y que incorpore a los que se han perdido.” 

Así como quien deja caer un acto fallido (y dudo que lo haya sido), esta máxima persona hilvanó en una misma frase ‘inclusión’ y ‘retención’. Así como quien no puede evitar que el inconsciente desnude sus intenciones más oscuras (¿pero fue el inconsciente?), la verdad detrás de la insistente política de inclusión educativa aparece develada: ‘inclusión’, esta inclusión a toda costa que proponen las políticas educativas de los últimos años, no es otra cosa que ‘retención’. ¿Pero por qué la retención? Mi impresión es que la retención aparece allí donde se admite la imposibilidad de una verdadera inclusión. Vasta observar nuestras escuelas. Se cae de maduro que la casi hercúlea tarea de integración, contención y acompañamiento de tanto alumnado en riesgo de deserción escapa a las limitadas manos de docentes y directivos, sobrepasados por los malabares que les implica desplegar su práctica disciplinaria dentro de un marco de problemáticas sociales para las cuales sus únicas herramientas son la intuición y el agotamiento.

Allí donde la verdadera inclusión (la inclusión sumativa y respetuosa del individuo, la inclusión integradora) fracasa, allí aparece la retención. Retener es detener, es sujetar al individuo a un aula, a una escuela, a un rol de alumno y de sujeto pedagogizado en contra de su voluntad, en contra de su deseo. Y claro, todos los que transitamos las aulas sabemos: el alumno que no desea ser escolarizado sufre, y hace sufrir. El alumno escolarizado a la fuerza no es un sujeto feliz ni será un mejor ciudadano. Es un sujeto sobre el cual la escuela cae con su tumultuoso bagaje de autoridad y represión. No porque quienes integran la escuela lo deseen o lo consideren apropiado, sino porque no saben qué otra cosa hacer. Ni ellos ni la institución están preparados para ‘incluir,’ de modo que lo único que les queda es ‘retener.’ Y sólo se retiene a través de la violencia. Es que retener es en sí un acto de violencia. Y se pide entonces a la escuela que ejerza violencia, justamente sobre aquellos alumnos que se encuentran en una situación de escolarización más precaria. Vaya paradoja. Una más dentro de la paradoja esencial que se esconde tras las políticas de inclusión actuales: son, en realidad, políticas de retención.

Que no se entienda esta moderada invectiva como un ataque contra una política de inclusión e integración real. Mi propósito es tan sólo revisar cómo una concepción intachable e incuestionable desde el discurso puede transformarse en todo lo opuesto a la hora de la práctica. Incluir, integrar, requieren más de lo que las escuelas de hoy en día poseen. Toda presunción contraria no hace sino distorsionar la labor educativa y golpear un poco más a las ya muy magulladas instituciones escolares. Aunque, tal vez, las máximas autoridades educativas vislumbren una realidad distinta, una realidad que este mínimo escribiente, aún después de mucho esfuerzo, no logra percibir.

Retener:
1. Impedir que algo salga, se mueva, se elimine o desaparezca.
4. Interrumpir o dificultar el curso normal de algo.
8. Imponer prisión preventiva, arrestar.
9. Reprimir o contener un sentimiento, deseo, pasión, etc.

[Real Academia Española]