domingo, 9 de marzo de 2008

La obscenidad de una Hummer

Palabras claves: franquicias diplomáticas, obscenidad, riqueza, fetichismo, Hummer, Chaqueño Palavecino

Quiso la casualidad que no me pudiera despegar del fetichismo. Sólo que esta vez, la palabra abandona el ámbito de la economía para pasar al de la sociología y la semiología. Es que todo este asunto de la importación trucha de autos para diplomáticos me dejó pensando en cómo nos relacionamos con los objetos. Los objetos en cuestión, en este caso, serían automóviles; automóviles con una particular característica: valen mucho, pero mucho dinero. Automóviles de lujo. Ahora bien, el lujo consiste en gastar dinero en cosas que no se necesitan. ¿Qué puede motivar a alguien a gastar mucha, mucha plata en objetos que no son realmente necesarios? El principal motivo –al menos en el caso del lujo- podría ser la autoestima: el afán de ser, o de pertenecer.

El lujo, en última instancia, es un halago a la estima, ya que nos hace sentir que somos más; o simplemente, que somos. No importa si somos o no somos más realmente, lo que importa es sentir que sí lo somos. ¿Y a través de qué elementos podemos alcanzar este sentimiento? Bueno, obviamente no a través de objetos comunes sino mágicos, objetos que tienen un valor especial, que con sólo poseerlos otorgan a las personas esta ansiada superioridad o pertenencia. Se trata de ‘mercancías fetiches’ (u 'objetos-signo' como diría Baudrillard), que han sido abstraídos de su función y participan en la construcción de la identidad de quienes los adquieren. La publicidad sabe mucho de esto, cuando nos hace sentir que determinados productos van asociados con ideales de prestigio, éxito o belleza. Pero quedémonos con el ejemplo del auto importado con franquicias diplomáticas: una camioneta Hummer, o un Porsche deportivo. Como cualquier amuleto u objeto de atribuciones mágicas, estos automóviles no valen por lo que son en realidad, sino por aquello en lo que nosotros creemos que nos convierte. Tener una pata de conejo pone a la suerte de nuestro lado, y una pirámide de resina fortalece nuestra salud, atrae paz, amor y dinero. Una Hummer, ¿en qué nos convierte?

Las camionetas Hummer están de moda en los núcleos adinerados del país. No cualquiera puede adquirir una camioneta que, usada, vale más de cien mil dólares. Poseerlas, en consecuencia, es una marca de pertenencia. ¿Es posible sentirse parte de esta élite con un Peugeot 605, o un Ford Fiesta? (Jamás osaré preguntarme si mi Citroën 3CV califica.)

Curiosamente, en el caso de las importaciones diplomáticas, fueron más las camionetas Hummer ingresadas al país y revendidas que los Porsche y los Lamborghini. Herederas de las camionetas militares norteamericanas (Humvee), las Hummer son las todoterreno de mayor tamaño y consumo de combustible (hasta el punto de que en algunos países no son consideradas automóviles, sino camiones). Lo que las distingue del común de las 4x4 es su mayor altura de chasis y su diseño específico para terrenos no preparados. Es posible preguntarse, entonces, ¿quién puede tener necesidad real de los beneficios de una camioneta Hummer, si no es para operaciones militares o exploración científica?

De aquí que lo que me interese del escándalo de las franquicias diplomáticas no sea tanto el revuelo judicial y mediático, sino su significación cultural. ¿Qué puede llevar a un Tinelli, a un Verón, que ni realizan prácticas militares ni expediciones científicas, a desear un auto semejante? ¿Es necesario tener una Hummer?

De todos los famosos involucrados en la compra de estas camionetas, quien pareció tener una excusa más ajustada a los requerimientos de un vehículo como éste parece haber sido el Chaqueño Palavecino, quien invirtió 112 mil de sus bien ganados dólares en una de estas bonitas y costosas camionetas usadas; según sus declaraciones, para abrirse camino en el monte chaqueño, donde posee una fundación. Por supuesto, antes de la Hummer H2, el Chaqueño Palavecino también se habría camino por el chaco salteño, sólo que en una lujosa Toyota Prado de menos de la mitad de precio. Puede que me equivoque, pero la excusa del músico tampoco parece convincente. ¿Es necesaria una camioneta de 112 mil dólares para acercar beneficencia en el monte chaqueño?

Si no recuerdo mal, alguna vez leí un interesante artículo de Osvaldo Bayer (que debe andar por algún lado, entre tantos papeles) en que analizaba la obscenidad que representa tener más de lo que se necesita en un mundo en el que la mayor parte de la población no tiene siquiera las necesidades básicas satisfechas. Lo obsceno, lejos de su más típica connotación sexual, es aquello que nos repugna. Desde una mirada humanista, debería repugnarnos que algunos no sepan qué hacer con tanto dinero y lo inviertan en lujos innecesarios, cuando otros no pueden alimentarse, ni cuidar su salud, ni educarse, ni recrearse.

Pienso en la Hummer y pienso en el fetichismo, el otro valor agregado de los objetos, que otorga un estatus mágico a sus dueños, y que permite justifica gastos injustificables en bienes poco o nada necesarios. Pero también pienso en la Hummer y pienso en la obscenidad de la riqueza, y en los pobladores del chaco salteño, recibiendo a su benefactor entre el polvo y el olvido, viéndolo desembarcar de una camioneta de 112 mil dólares.