lunes, 13 de abril de 2009

Elecciones: ¿voto estratégico o voto por convicción?


La política partidista se encuentra tan manoseada que no es raro que la previa electoral pase menos por elegir candidato que por plantearse una estrategia de votación. En las charlas de sobremesa no son muchos los que defienden candidatos; en cambio, pareciera que la actitud electoral más acostumbrada consistiera en identificar al menos malo. En este contexto, surge una antigua disyuntiva: ¿votar estratégicamente o votar por convicción? La duda es válida. La opción política está tan atomizada que es imposible hacer frente a la maquinaria partidista de justicialismo si no es a través de estrambóticas alianzas que albergan en su seno los mismos engaños y contradicciones que con ardor se pretende achacar al gobierno. Esto, claro, siempre y cuando lo que uno pretenda sea ganar una elección. ¿Qué pasa cuando uno se siente hondamente identificado por un partido con pocas chances de acceder a alguna banca? ¿Deberíamos votarlo o deberíamos resignar nuestras convicciones ideológicas por un voto más pragmático a un partido con más chances?


Me parece entender que esta última pregunta encierra una falacia. Así planteada, la opción parece dar por cierto que un voto a un partido sin chances es un voto desperdiciado, un voto que cae en el vacío descalificador de la no representatividad. Este es un pensamiento que francamente atenta contra una democracia bien entendida (es decir, ninguna de las ‘democracias’ de las que yo tenga noticias por lo menos). La filosofía democrática se funda sobre la concepción de que cada grupo social, ideológico o cultural no sólo puede sino que debe poseer espacios potenciales para la representación. Es probable, pero también es lógico, que un grupo de reciente composición tarde en hacerse con espacios de poder [1]. Sin embargo, un voto otorgado a estos grupos no sólo puede implicar su subsistencia, sino, y más importante aún, su validación como opción política. Toda opción política que se plantee por fuera de las estructuras partidarias tradicionales sólo puede llegar a acceder a espacios de representación oficiales con el tiempo, y gracias al apoyo recibido en instancias de aparente ‘derrota’. Sin este apoyo fundamental, las opciones se debilitan y se desvanecen.


En definitiva, la solución al dilema planteado deberá buscarse en la profundidad de la convicción personal. Quien se sintiera hondamente identificado por un grupo político minoritario sin opción de acceso inmediato a un cargo político, pero que decidiera otorgar su voto a un partido con más posibilidades, estaría en principio actuando contra las perspectivas de crecimiento futuro del partido con el cual se identifica (y esto, pasando por alto la flaqueza ideológica que implica rechazar a quien nos representa bien y apoyar a quien nos representa mal). Un pensamiento democrático guiado por la ética y la coherencia (o, por lo menos, por la ética de la coherencia) debería abrazar y promover la construcción y el desarrollo de opciones alternativas, más aún cuando las opciones tradicionales se conocen insuficientes. Toda votación, y más allá de las falencias de nuestro sistema actual, es una instancia de elección, pero también de validación. Creo que es parte esencial de nuestra actividad como votantes el otorgar votos que validen los espacios y las ideas en las cuales nos reconocemos [2]. De otro modo, no se hace sino reproducir la misma lógica oportunista que después se cuestiona en los partidos mayoritarios.


________________


[1] Más aún (pero este ya es un tema en sí mismo) cuando no se poseen los recursos económicos que posibilitan el acceso a los medios de comunicación, que representan hoy en día el único espacio de real acceso a la consideración popular.


[2] Obviamente, nuestra función como votantes debe comenzar con un compromiso por informarnos. Las opciones políticas no suelen ser dos ni tres, éstas son sólo las opciones que alcanzan –financiamiento de por medio- los medios de comunicación. Desestimar las opciones minoritarias por mero desconocimiento, así como votar las opciones mayoritarias sin conocer en profundidad las políticas que postulan y representan, son signos de ignorancia. Y la ignorancia es el gran enemigo de la democracia.

jueves, 9 de abril de 2009

Hipótesis 2: El cuento de la buena pipa…


_Hagamos un muro que separe los barrios pobres de los barrios ricos.

_Pero intendente, hay demasiados barrios pobres, no nos va a dar el presupuesto.

_Entonces hagamos un muro alrededor de los barrios ricos.

_Eso ya existe: se le llama country. Pero los ladrones entran lo mismo en estos lugares.

_Atrapemos a los ladrones entonces. ¿Dónde viven?

_En los barrios pobres. Pero la policía no se mete en esos barrios.

_Ya sé, hagamos un muro que separe a los barrios pobres de los barrios ricos…

jueves, 2 de abril de 2009

Alfonsín: la fabricación de un prócer


Es curioso, hasta hace tiempo, si el nombre de Alfonsín venía a cuento en alguna discusión, había que emprender un esfuerzo por contener y contextualizar el ataque descalificador e indiscriminado contra su figura. Ahora, que en tres días esta figura parece haber sido vertiginosamente elevada a la categoría de prócer, en las discusiones parece necesario contener y contextualizar la alabanza emotivista e indiscriminada. Ningún extremo es bueno; no porque uno no encuentre comodidad y desahogo en ellos, sino porque simplifican y reducen la complejidad de los hechos y de las personas. ¿Pero cómo puede haberse pasado tan de pronto de denostar y despreciar a un personaje político como Alfonsín a rescatarlo y elevarlo al podio de los héroes de la patria? Seguramente en las largas colas del Congreso había mucha más gente de la que naturalmente hubiese soñado con despedir al ex mandatario; y muchos, vale decir, confesaban ante las cámaras su abrupto pasaje de la honda desconsideración al amor más apasionado. Personalmente, no adhiero a quienes explicaron el fenómeno refiriendo a un defecto en nuestro carácter nacional, que nos lleva a reconocer a nuestros grandes hombres sólo después de muertos. No hay conciencia, individual o colectiva, que pueda ponerse patas para arribas en una noche y empujar a una movilización tan repentina; no de modo natural, no por sí misma, sin un fuerte estímulo externo.


De aquí que tenga para mí que el gran artífice detrás de la súbita mitificación de la figura de Alfonsín sean los medios. Un elemento sustancial en esta construcción es el lenguaje al cual se recurrió para dar a conocer la noticia. Ya no se hizo referencia a un ‘ex mandatario’ o a un distante ‘primer mandatario de la democracia’; en cambio, se apeló al fallecimiento del ‘Padre de la Democracia’. A través de una veloz operación lingüística y simbólica, la figura de un político, ex presidente, ser humano imperfecto y contradictorio, con un pasado en el que se acumulan importantes éxitos pero también inapelables fracasos, aparece de pronto asociada a términos idealizados y elevados. Ya no se hace referencia a un ‘ex algo’ sino a un ‘padre’. Padre, con toda la carga simbólica y mística que acompaña a esta palabra. Padre, como fueron bautizados los hombres elevados a héroes nacionales, como San Martín, como Sarmiento. Si uno y otro fueron padres de la patria y de la escuela respectivamente, Alfonsín es convertido por los titulares televisivos en ‘Padre de la Democracia’. Mediante un simple deslizamiento de significados, San Martín es equiparado con la patria, Sarmiento con la escuela, y Alfonsín con la democracia. Alfonsín y democracia son ahora lo mismo. El uno encarna al otro, y la persona y el político son abstaídos de su humanidad para convertirse en mito.



Toda operación de mitificación implica dos efectos concomitantes. Por un lado, se lleva a cabo una objetable simplificación de la realidad. Una personalidad humana, compleja, cargada de ambigüedades y contradicciones, queda reducida a un ideal heroico. Esto, a su vez, supone una selección y una distorsión de la Historia. En principio, se omiten los rasgos o acciones más ríspidas del personaje en cuestión. Así, en el caso de Alfonsín, se evita misteriosamente mencionar la hiperinflación, el sometimiento al FMI, el pacto de Olivos o la Alianza. Pero también se fuerza una interpretación de la realidad simplificada: la imagen del ex presidente como un héroe popular que enfrenta a la dictadura con las armas de la democracia y la honestidad política. En esta visión no sólo se distorsiona la complejidad del proceso de recuperación de la democracia, sino que se suprime la multiplicidad de actores participantes de tal proceso en beneficio de un aparentemente único responsable. [1]


Este tipo de construcciones mitificadoras no es nuevo, pero sí es curiosa la responsabilidad mediática. En tiempos pretéritos, era la escuela la encargada de elaborar y reproducir este tipo de simplificaciones. De aquí hemos heredado el carácter de santos laicos que suele atribuirse a personajes como San Martín, Sarmiento, Evita o Perón. En estos casos, la elevación icónica de personajes políticos al podio de los próceres respondía a intereses políticos con los cuales –operación de mitificación mediante- estos personajes eran identificados por los gobiernos a los cuales convenía su figura [2].


A primera vista, lo anterior parecería sugerir una motivación política por parte de los medios para el repentino rescate de la figura de Alfonsín. Personalmente, creo intuir que la lógica televisiva ha perseguido intereses más básicos que el compromiso político con uno u otro grupo partidario. La televisión es movida por el rating, y es ya un lugar común señalar que el rating de los noticieros es muchas veces forzado a través de técnicas de emotivación y conmoción. Ante un fallecimiento como el de Alfonsín, la lógica televisiva dicta que es siempre más conveniente un titular que movilice emocionalmente antes que uno que refleje la realidad de modo objetivo. El fallecimiento de un ‘ex presidente’ deja lugar entonces al adiós al ‘padre de la democracia’. Las asociaciones simbólicas que acompañan a este titular atraen a la audiencia, y una vez que este recurso se muestra efectivo sólo es cuestión de sostener el nivel de emotividad. Se rescatan tapes y reportajes que atiborran la programación -no siempre relevantes y muchas veces directamente traídos de los pelos-; se hace una selección de contenidos que evitan todo tipo de cuestionamiento a la figura del ex mandatario -lo cual permite sostener el nivel de emotividad de las pantallas-; y la conciencia de los televidentes es súbitamente sacudida, y la figura de Alfonsín luce grande cuando se la opone a la actualidad política y se la reafirma una y otra vez a través de conceptos heroicos y de imágenes de un pasado –ciertamente- glorioso.


Con esto no niego la espontaneidad de la reacción de la gente que fue a despedir al ex presidente, pero dudo que esta espontaneidad hubiese sido tal si los medios no hubiesen estado ahí, forzando un replanteo obligado sobre la figura de un actor político hasta hace poco relegado en las consideraciones de sobremesa y en el imaginario popular.


__________

[1] La elaboración de una imagen de prócer nacional requiere a su vez de cierto grado de neutralidad partidaria que permita asociar la imagen del personaje histórico con valores nacionales consensuados; en el caso de Alfonsín, esto aparece en la asociación con los conceptos de democracia y de honestidad política.


[2] Son muchos los autores que estudian estos procesos en la historia de nuestra educación. Se me ocurren como ejemplo Bertoni (para el caso de San Martín y Sarmiento) y Somoza (para el caso del peronismo).



miércoles, 1 de abril de 2009

Hipótesis 1: El dueño de la pelota


_SOLÁ: Mirá, yo ya fui governador y tengo una trayectoria diez veces más importante que la tuya; no voy segundo ni loco.

_NARVÁEZ: ¿Qué parte no entendiste, Felipe? El que pone la guita en esta campaña soy yo.

(Silencio reflexivo)


_SOLÁ: Che, ¿Y como tercero quién te gusta?